A los militares salvadoreños no les bastó con asesinar a Ellacuría y a los otros jesuitas. Guardaron una bala en la recámara con un nombre vasco: Jon Cortina.
El sacerdote, guerrillero de causas perdidas, sintió tres semanas después de la masacre del 89 cómo esa bala silbaba sobre su cabeza, a escasos cinco centímetros. El disparo del francotirador atravesó el parabrisas de su coche y allí quedó, incrustado en el cabecero de su respaldo, muy cerca de ese cerebro privilegiado al que la NASA quiso fichar con un contrato millonario. El científico y humanista español, hincha del Athletic de Bilbao, tenía otro compromiso mucho más valioso: los pobres de El Salvador.
El Estado Mayor sabía muy bien por qué lo hacía. Y seguro que maldijo los bienaventurados cinco centímetros. En 1994, Cortina creó la Asociación Pro-Búsqueda de Niños Desaparecidos. Poco a poco, caso a caso, el vasco indomable, al que sólo un derrame cerebral, en 2005, le ha apartado de celebrar la reivindicación de sus compañeros jesuitas, desveló una de las historias más oscuras de la sangrienta guerra civil salvadoreña: la de un Ejército que mataba, robaba y vendía niños o los entregaba a los orfanatos. En torno a 3.000 niños fueron sustraídos a sus familias por los militares de la dictadura.
Su obra es mastodóntica: Pro-Búsqueda ha encontrado a 341 niños de los 895 casos investigados en un país donde alrededor de 3.000 niños fueron robados a sus familias. Una de las niñas rescatadas es Marina Ortiz, de 27 años. Todos saben que era la favorita del jesuita. "Eso dicen. Al padre Jon todo el mundo lo quería. Pero él era un hombre frío, un poco distante. Yo le abrazaba, le besaba. Sólo a mí me dejaba. Los otros se ponían celosos. "Yo le veía como el padre que nunca tuve, el padre que me quitaron. El trataba de llenar nuestro vacío".
La historia de Marina, hooligan del Athletic y que llamó Jon a su segundo niño, resume la historia de un país. "El Ejército desapareció a mi padre, comunista, cuando yo tenía tres meses. A mi madre la persiguieron y casi pierde la vida en dos ocasiones. Ella me entregó a una persona de confianza. Pero esa persona me llevó a un orfanato. Y desapareció. Y mi madre, en medio de la guerra, me perdió la pista".
Un nueva vida
Marina es una de las jóvenes que ha podido recuperar a su familia gracias a Pro-Búsqueda
Empezaba una vida nueva para Marina, una vida que le había robado su pasado, parte de su alma. "Diez años después, en el 92, cuando llegan los Acuerdos de Paz, a cinco niños del orfanato y a mí misma nadie nos reclamó. En el 95, nos llevaron hasta Pro-Búsqueda. Y el padre Jon, nada más vernos, lo dijo: Estos muchachos son de la guerra".
Durante tres años, el equipo de Jon Cortina trabajó incansablemente. Y por fin, con 17 años, Marina descubrió que tenía una familia. "Pasé media vida sin saber quién era". Hoy, Marina continúa la labor de Cortina y trabaja en Pro-Búsqueda. Su historia tiene final feliz. Otras, no. "Durante un operativo de limpieza en el 82, en medio de la masacre, a un niño de cuatro años le tiraron dentro de un helicóptero tras matar a su madre. Pero el niño vio el cadáver y saltó junto a él. Al final, se lo llevaron a él y a su hermana", recuerda Esther Alvarenga, coordinadora de investigación de Pro-Búsqueda. El niño se llamaba Vitelio Navarro y su hermana, Ana. Las imágenes del genocidio nunca se borraron de la mente del pequeño, separado a la fuerza de su hermana. La vida de Vitelio se convirtió en un descenso vertiginoso al infierno, entre maras, drogas y alcohol. Una caída durante la cual se reencontró con Ana, que hoy vive en Navarra tras un periplo vital muy distinto al de su hermano. Un descenso que acabó hace un año con la muerte del joven.
Reencontrar su identidad
A Jordan Anderson, en cambio, le cuesta mitigar su sonrisa. Este joven londinense no sabe hablar español. Quién diría que nació en Tonacatepeque hace 22 años. Ayer, recién llegado a San Salvador, comenzaba a descubrir su pasado, que le fue arrancado a los pocos meses de nacer. Su madre, engañada, le entregó en adopción a una familia inglesa. Hoy, Jordan, José Luis como le bautizó su madre biológica, recorre el camino inverso a su otra vida. "Soy feliz, porque me estoy reencontrado con mi identidad. Y me gusta el país, tan distinto. Y mi familia, tan grande". "Soy feliz, porque me estoy reencontrado con mi identidad"
Estas historias y muchas más conforman el legado de Cortina. El equipo directivo, encabezado por su gerente Mario Sánchez, ex jesuita, lucha para continuar este pequeño milagro. Necesitan ayuda, los fondos escasean. Es difícil reemplazar el empuje del vasco. Un empuje que ha dado luz a la oscuridad. Tres niños, Julio César y los hermanos Amílcar y Mauricio, supervivientes de un operativo, fueron llevados a una base aérea por orden del general Juan Bustillo, uno de los que ordenó la matanza de los jesuitas. Los chicos crecieron entre militares y vieron con sus ojos cómo morían durante el conflicto. Y a los tres les encontraron sus familias. Julio César, hoy oficial, no duda cuando dice lleno de orgullo: "Yo tengo dos papás, uno guerrillero y otro militar".
Mauricio es subteniente y Amílcar trabaja en la compañía aérea Taca. Este último ha dejado un vídeo para la historia, unas imágenes difíciles de olvidar. Cuando el general Blandón, en un acto público, justificó las acciones de los militares asegurando que ellos sólo recogían a los niños abandonados, Amílcar se levantó. Y habló sereno, firme: "Mi general, a nosotros no nos abandonaron. Me llevaron después de matarlos. Mi madre nos defendió hasta el último minuto de su vida".
No hay comentarios:
Publicar un comentario